
Cuando lo echaron cosas estaban duras.
Fueron seis meses de angustia, los pocos ahorros se acabaron muy rápido. Empezar a trabajar en el laboratorio del trabajo las fue una bendición.
Para el y su familia las cosas comenzaban a aclarar.
Al principio fue muy desgastante, tuvo charlas con doctores y químicos, querían saber todo de él. Llenaba formularios todo el día. Dejaba constancia de todo su pasado medico y de su vida presente.
Firmo muchas declaraciones juradas, todo era por el bien de la humanidad, le decía el doctor. A él solo le interesaba el cheque riguroso y con muchos ceros a fin de mes.
Primero fueron las pastillitas rojas, todos los días cada ocho horas. Los doctores controlaban que la tomara, lo demás era casi divertido: muestras de sangre, orina, fecal. La presión y el pulso cada dos horas, radiografías por todos lados. Pero lo más cansador eran las preguntas de los doctores.
¿Para que querían saber si respondía en la cama y cuantas veces por semana? ¿Que les importaba si estaba nervioso o calmado o si iba de cuerpo normalmente?
Nunca les contestaba toda la verdad. Que lo averiguaran si eran inteligentes.
Lo que menos le gustaba era probar los jarabes. El jarabe era el mismo pero de diez sabores diferentes, él debía catarlos y elegir el mejor sabor. Siempre elegía el más feo. ¿Quién se lo podía discutir?
Se había acostumbrado a los inyectables, pero esos días no volvía a casa hasta la otra mañana. Eran fuertes. Según el día, la inyección lo ponía muy triste o super alegre, pero siempre veía gente de rojo por las paredes. El doctor le contaba que hablaba muchas cosas y todo quedaba grabado. Con cada medicina decía cosas diferentes.
Las cosa se pusieron pesadas cuando le empezaron a inyectar “pequeños resfrios”, como decía la doctora. Eran solo estornudos y dolor de cabeza, pero después empeoraba.
Con el tiempo tuvo “pequeñas” paperas, hepatitis, cólera, sífilis, y rubeola. Siempre volvía al laboratorio para que lo curaran y antes de pasar a cobrar le enchufaban algún virus nuevo.
Después que le dieron la ultima inyección nadie quiso volver a atenderlo, no se querían ni acercar. Le dieron una buena cantidad de dinero y le dijeron que no lo querían volver a ver.
En quince días el corazón se le abrió en dos como una manzana. FIN.
Fueron seis meses de angustia, los pocos ahorros se acabaron muy rápido. Empezar a trabajar en el laboratorio del trabajo las fue una bendición.
Para el y su familia las cosas comenzaban a aclarar.
Al principio fue muy desgastante, tuvo charlas con doctores y químicos, querían saber todo de él. Llenaba formularios todo el día. Dejaba constancia de todo su pasado medico y de su vida presente.
Firmo muchas declaraciones juradas, todo era por el bien de la humanidad, le decía el doctor. A él solo le interesaba el cheque riguroso y con muchos ceros a fin de mes.
Primero fueron las pastillitas rojas, todos los días cada ocho horas. Los doctores controlaban que la tomara, lo demás era casi divertido: muestras de sangre, orina, fecal. La presión y el pulso cada dos horas, radiografías por todos lados. Pero lo más cansador eran las preguntas de los doctores.
¿Para que querían saber si respondía en la cama y cuantas veces por semana? ¿Que les importaba si estaba nervioso o calmado o si iba de cuerpo normalmente?
Nunca les contestaba toda la verdad. Que lo averiguaran si eran inteligentes.
Lo que menos le gustaba era probar los jarabes. El jarabe era el mismo pero de diez sabores diferentes, él debía catarlos y elegir el mejor sabor. Siempre elegía el más feo. ¿Quién se lo podía discutir?
Se había acostumbrado a los inyectables, pero esos días no volvía a casa hasta la otra mañana. Eran fuertes. Según el día, la inyección lo ponía muy triste o super alegre, pero siempre veía gente de rojo por las paredes. El doctor le contaba que hablaba muchas cosas y todo quedaba grabado. Con cada medicina decía cosas diferentes.
Las cosa se pusieron pesadas cuando le empezaron a inyectar “pequeños resfrios”, como decía la doctora. Eran solo estornudos y dolor de cabeza, pero después empeoraba.
Con el tiempo tuvo “pequeñas” paperas, hepatitis, cólera, sífilis, y rubeola. Siempre volvía al laboratorio para que lo curaran y antes de pasar a cobrar le enchufaban algún virus nuevo.
Después que le dieron la ultima inyección nadie quiso volver a atenderlo, no se querían ni acercar. Le dieron una buena cantidad de dinero y le dijeron que no lo querían volver a ver.
En quince días el corazón se le abrió en dos como una manzana. FIN.